No, no me matarás aunque mires
con desprecio mi cara maquillada, en un intento de menospreciar mi trabajo, que
yo considero tan válido como el tuyo.
Cuando paseo por la calle
desierta en la noche, volviendo de una grata velada con mis amistades, no
necesito que te detengas a invitarme a subir a tu coche. ¡Sigue tu camino!
Cuando me arreglo y me pongo
minifalda o algún escote con el que me veo bien, ante el espejo, no espero que
me asaltes por la calle y me intentes agredir o violar. No soy un objeto. Tengo
sentimientos, sufro y lloro igual que tú.
Si me observas en la playa
jugando, nadando o tumbada, relajada con mis pensamientos, ¿por qué te tienes
que inmiscuir? ¿Qué te hace pensar que me interesa lo que me tengas que contar?
¡Sigue tu camino! No me tengo que esconder, no necesito taparme. Me gusta
disfrutar de la vida, de la naturaleza, de la fiesta al igual que lo haces tú.
Y, entonces, ¿por qué me agredes? ¿Por qué me insultas? ¿Por qué me violas o
matas? ¿Es que no soy igual que tú?
NO, NO ME MATARÁS.
Comienzo este artículo con un
pequeño relato, quizás fuerte, a lo mejor demasiado flojo, para lo que ocurre
en realidad. Siendo hombre, me siento identificado con la mujer, con lo que
puedan sentir y lo que puedan pensar. Ya de niño, en aquella época de los
ochenta, comencé a entender que yo no era tan diferente de mis hermanas, pues
las veía capaces para todo.
A pesar de crecer en una familia
que separaba cual era el estatus del hombre y cual el de la mujer en la casa,
nunca me importó enfrentarme a aquellas tareas. Posible y contradictoriamente a lo que se espera de un padre de este
tipo de familia, y en aquellos tiempos, al mío no se le caían los anillos por
barrer, fregar, planchar o hacer de comer, pues mi madre también trabajaba.
Así que siguiendo el ejemplo de
mi padre, comencé a ayudar en las tareas de la casa y con el tiempo ya era
normal verme fregando la loza mientras mi hermana me hablaba del chico que le
gustaba. O planchando mientras ellas hablaban largo y tendido con su mejor
amiga colgada al teléfono. Era común que las mujeres de la casa escondieran sus
prendas íntimas para que nadie las viera, como si fueran pecaminosas, ni
siquiera las podían tender en el mismo tendal que el resto de ropa. Era común
encontrárselas escondidas en la bañera, previo enfado de mis padres, o colgando
en su habitación, después de lavarlas a mano.
No entendía nada, para mí era un
absurdo. Hasta que con el tiempo yo mismo me veía tendiéndolas con el resto de
la ropa y siempre me preguntaba, ¿qué era lo que tenían que esconder si su ropa
interior era más bonita que la mía? ¿Aquellos calzoncillos toscos y sin diseño eran
preferibles a la delicadeza y al precioso diseño de las bragas y sujetadores de
mis hermanas? No lo podía creer, sabía que había algo más.
Otra de las cosas que me parecía
extraña, era que se tuvieran que tapar el pecho cada vez que entraba un hombre
en su habitación o las sorprendíamos en el baño después de salir de la ducha y
olvidarse de cerrar la puerta con el pestillo; si a ella le cuelga lo de
arriba, a mí me cuelga lo de abajo, pensaba. ¿Cuál es el problema?
Con el tiempo, eso también lo
superé, comencé a ser cómplice de sus cambios de ropa, total, vistas unas
tetas, vistas todas, ¿no? Ellas mismas, me invitaban a su habitación y me
agobiaban con tantos cambios de modelitos para que las aconsejara con cuál
deberían salir ese sábado noche, o a aquella cena con su novio, o al cine. A
esas alturas ya ni tetas ni nada lograban sorprenderme. Así que ya me parecía
todo completamente natural. Una teta, ¡mira tú!
Con esto quiero dar a entender,
que el hogar es el que hace a la persona,
si te acostumbras a un tipo de comportamiento, seguirás comportándote igual
siempre. Si ves los cuerpos de tus familiares con naturalidad, no te
sorprenderá ver otros cuerpos y no andarás por la calle persiguiendo a otras
mujeres por el mero hecho de llevar minifalda u otro tipo de escotes.
Los cimientos de esta sociedad estás podridos, en un tiempo, nos fuimos
al extremo de que la mujer no tenía ningún derecho y ahora nos vamos al extremo
de que sea el hombre el que no los tenga.
Y digo yo ¿no se están cometiendo
los mismos errores? ¿Qué es lo que falla
en nuestra sociedad? ¿No será, quizás, el RESPETO? ¿No tendríamos que
inculcar el RESPETO en nuestros hogares para que luego lo usemos en la calle?
¿No es mejor que el padre RESPETE a la madre y viceversa? ¿Y los hijos a los padres
y de paso a los abuelos y también a los profesores? Al fin y al cabo, uno de
los pilares de la sociedad, ¿no es la FAMILIA? Si empezamos por ahí, ¿no se
erradicaría una parte del problema?
Por supuesto, otro de los pilares
de la sociedad es la POLÍTICA, ya que son los POLÍTICOS los que legislan y
dirigen el país. Entonces, son los políticos los que deben empezar por RESPETAR
a la ciudadanía y no llegar hasta donde se ha llegado: robar, malversar,
engañar, tergiversar, mentir, etc.
No comportarse como estrellas de
la música volando en jet privado y con 10 guardaespaldas a su lado, o
comprándose una gran casa al estilo de una estrella de cine y un largo
etcétera.
El RESPETO es lo que hará que los
cimientos de la sociedad vuelva a hacer fuerte nuestro país, haciendo que los
malhechores, sí señor, MALECHORES, roben, violen y maten sin impunidad,
mientras ciudadanos honrados luchan por vivir alegremente; por ver a sus hijas
salir a la calle sin ser acosadas, violadas o maltratadas para después acabar
muertas en un descampado a manos de un ser cruel, mezquino, bestia salvaje y sin
alma. Un ser al que no se le debería tener ningún RESPETO. Un ser que debería
cumplir la peor de las condenas: EL REPUDIO DE LA SOCIEDAD.
Con este artículo pido ese
RESPETO a la VIDA, a la MUJER y a
todas las PERSONAS HONRADAS…
Por eso me identifico con todas ellas y te digo alto y claro: SOY
MUJER, NO ME MATARÁS…
G. David Peralta, escritor y colaborador de RadioFaro Canarias y
www.digitalfarocanarias.com
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