EL RENACIDO



      Cuando estás enfermo y a punto de morirte es cuando te das cuenta quiénes, realmente, son los que están a tu lado. Es en ese momento en el que cuenta la presencia de tus seres queridos. Cuando se te demuestra lo valioso que eres para ellos o lo que sienten por ti en realidad. La vida me ha dado una gran lección, ahora sé con quién puedo contar y con quién no.

 

      He estado hospitalizado más de tres meses en los que creía que iba a perder la vida, estaba solo y apartado del mundo en una habitación, ya que mis dolores parecían molestar a todo aquel que se quedara a mi lado. Por las noches, mis quejidos y, en ocasiones, gritos, hacían que mi compañero de habitación no pudiera pegar ojo en toda la noche, quejándose a sus familiares y estos a los médicos. Así, me dejaron solo en aquel cuarto. En el que ni siquiera encendía la tele, ya que no tenía ni ganas ni fuerzas para ver nada. 

 

      La habitación se encontraba en la segunda o tercera planta del edificio, por lo que podía ver un parque de cuyos árboles veía sus copas y algo más lejos, una fracción de césped por el que se movía la gente; niños jugando en los columpios o deportistas intentando mantener una vida sana. Los envidiaba. Ellos tan felices allá afuera, y yo aquí, encerrado en un cuartucho hasta Dios sabe cuando. Sin visitas de familiares, amigos o compañeros de trabajo. Sólo aquel sonido de fondo que me traía el parque, o ¿es que era sólo mi imaginación?

 

      Mis padres murieron hace ya algunos años y mis hermanos habían viajado a diferentes partes del país, con lo que venir a verme se les hacía imposible o, al menos, ellos ni lo intentaban. De todas formas, la relación se había enfriado bastante en los últimos años. Y con los amigos, por lo visto, no podía contar. Ni siquiera sabía qué había hecho yo para merecer aquel desplante; o bueno, sí que lo sabía. Yo no era dado a dejarme querer con regalos e invitaciones. Lo único que tenía que ofrecer era mi amistad, nada de invitar a copas o a cenas o hacer regalos. Yo era lo que era; un hombre sencillo, trabajador, pero con una economía bastante justa, con la que pagaba mi hipoteca, mi coche y con lo que me sobraba, la comida y mis caprichos. No me sobraba para invitar a nadie a nada y eso, en algunos círculos de amistad no gusta mucho. Muchos quieren generosidad a la hora de salir de copas por parte de sus “amigos”.

 

      A medida que pasaba el tiempo y permanecía en aquel hospital, las enfermeras y auxiliares me iban tomando cariño, o eso era lo que me hacían sentir. Haciendo que aquella fría habitación, fuera algo más cálida. Por las noches, como con casi todos los dolores y enfermedades, me dolía todo el cuerpo. Parecía que aquella enfermedad, se empeñara en no dejarme dormir de noche y me acosaba a fuertes dolores que ni la medicación fuera capaz de aliviarme, aunque, sí que notaba cierto relax, ni por esas dejaba de sentir el dolor.

 

      Las enfermeras del turno de noche, se turnaban para contarme cuentos, me leían novelas o me ponían una pequeña radio con música, para que la noche fuera más llevadera. Por las mañanas, el dolor remitía y, agotado a más no poder, caía en un sueño profundo que duraba unas escasas cuatro horas. A veces, disfrutaba de cinco y cuando no, eran solo tres horas las que podía disfrutar de bellas pesadillas. Y digo bellas pesadillas porque no sabía si aquello que veía eran pesadillas o sueños, ya que se mezclaba todo tipo de situaciones, bonitas y horrendas. Total, un verdadero despropósito creado por mi mente o por mis dolores, ¿quién sabe?   

 

      Por las tardes todo era más llevadero, bueno un poco, y me pasaba todo el rato mirando por la ventana; observando a los transeúntes disfrutar de su vida, de su libertad. De ese tiempo libre en el que hacemos lo que nos venga en gana; yo desde allí no podía, así que los utilizaba a ellos para evadirme de mi cuerpo y volar hasta sus vidas para formar parte de ellas. Otra de mis aficiones, por llamarlo de alguna forma, era observar cómo una paloma blanca se posaba en el alféizar de mi ventana. La primera vez que la vi, llegó con un rayo de sol que incidía en el muro y que entraba por la ventana como si fuera una luz divina. La paloma, llegó volando y cruzó aquel rayo con lo que, al deslumbrarme, me hizo fijarme en ella y observarla durante largo rato cómo se afanaba por picar en el muro, o eso pensaba yo, hasta que tiempo después, me di cuenta de que lo que hacía era un nido para sus futuros pichones.

 

      Entre prueba y prueba, los días iban pasando y por mi habitación no aparecía nadie; ni amigos ni familiares. Así que, con el tiempo, el grupo auxiliar de mi planta se afanaba por hacerme los días más llevaderos y de vez en cuando, sobre todo los sábados y domingos, entraba una enfermera por la puerta, muy alegremente, para anunciarme una visita. En algunas ocasiones, un celador se hacía pasar por un amigo mío y, durante horas, me relataba cómo nos lo pasábamos en las discotecas, en bares o de vacaciones en el país que él mismo había visitado; mientras que, en otras ocasiones, una enfermera se ponía traje de calle, peluca y me hacía ver que era aquella amiga con la que visitaba museos o paseábamos por los parques e incluso con la que solía salir a cenar. Así que, durante un par de horas, viajaba a donde ellos me quisieran llevar. Yo sonreía y les hacía pensar que me creía todo aquello que me contaban. Al final daba lo mismos, lo importante era que por un momento salía de aquella habitación y me olvidaba de mi enfermedad degenerativa y de aquellos dolores que asolaban todo mi cuerpo. 

 

      Al fin fui diagnosticado, como ya mencioné, encontraron que mi cuerpo padecía una enfermedad muy dolorosa y degenerativa, que se salta varias generaciones; mira por donde, mi padre no la padeció, pero yo sí. Me tocó a mí; no a mis hermanos, sino a mí solamente. Era un problema mío heredado de mi bisabuelo, ni siquiera heredé dinero, sino una infame enfermedad. Para mi suerte, y con los avances de hoy, se descubrió que podía curarse con células madres, por lo que lo tenía algo más fácil que mi antepasado, que según me contaron, había muerto rabiando de dolor. Yo tendría mejor destino, o eso pensaba.

 

      Mis hermanos se negaron a venir a hacerse las pruebas, ni ellos ni ninguno de sus familiares; sus hijos, se dignaron a hacer el viaje que podría salvar mi vida y me dejaron tirado cual colilla de cigarrillo después de haber sido fumado por completo. ¿Qué había hecho yo para merecer esto? ¿Qué les había hecho en el pasado para que no quisieran intentar salvarme la vida? En cuanto pude, me puse a recordar; a echar cuentas del mal que les había echo y no encontré nada significativo. Hasta que me detuve en ciertos detalles que, quizás, eran los que desembocaran en aquel desplante de mis hermanos hacia mi persona. 

 

      Recuerdo que, cuando me fui de casa, solía llamarlos cada dos por tres. Quería saber de sus vidas y no perder el contacto, aunque sólo fuera por teléfono, desde la distancia. Así que de vez en cuando me pasaba el día haciendo llamadas, a mi padre —mi madre ya había fallecido— y después a mis hermanos. Hasta que un día, uno de mis hermanos me dijo algo que cambió mi forma de ver las cosas. Lo llamé y él descolgó el teléfono; lo saludé como siempre y después de un rato de conversación, le dije que llamaba yo porque él no se dignaba a hacerme ninguna llamada, a lo que me respondió que él no llamaba para tonterías. Con lo que, tras derrumbarse mi mundo, me encerré en mi burbuja personal y dejé de llamarlos para no molestar. Eso desembocó en que dejara de asistir a los bautizos y cumpleaños de sus hijos; de ambos hermanos, y que las navidades las pasara yo solo en mi casa, con amigos o con la pareja de turno.

 

      Cuando cada uno de ellos decidió irse a vivir lejos de la isla, perdimos el contacto por completo, solo recuperado el día que murió mi padre y que solo nos dignamos a darnos la mano como meros desconocidos.

 

      Así que ahora, para ellos soy solo eso, un desconocido que les quiere pedir algo que les pertenece, a ellos o alguno de sus hijos, para salvar mi vida. Una vida, que ya no les importa en absoluto. Un ser que dejó de ser familia por el hecho de dejar de asistir a fiestas familiares, pero que sí fui familia, mientras me tenía que encargar de mi padre; ironías de la vida.

 

      Me aferre a la gente de aquel hospital como a un clavo ardiendo; ellos eran mi familia, incluso la paloma y sus recién llegados pichones y mis amigos eran todos aquellos que se acercaban al parque, que divisaba desde mi ventana, para jugar, saltar o hacer deporte. Incluso a la enfermera más dura y, al parecer, con menos sentimientos, de la planta, la sentía como mi familia. Ella comenzó a traerme dibujos hechos por sus hijos y sus compañeros de clase expresamente para mí. Tomaron mi caso como un problema suyo a resolver y me adoptaron cual mascota que tenían que salvar. 

 

      Pronto corrió la voz por todo el colegio y las asociaciones de padres y me empezaron a llegar dibujos y regalos que yo nunca esperaba de unos desconocidos. Ellos organizaron exámenes y pruebas para ver quién podría ser compatible conmigo y donarme células madres. Se prestaban voluntarios, padres, madres, profesores y alumnos; además de todos los auxiliares de mi planta. Hasta que, tras tanta insistencia, dieron con el donante ideal.

 

      En unas semanas, me operaría y ya podría dejar aquella habitación, volver a mi vida, aunque ya no sería la misma, y hacer todo lo que quisiera. Dejaría de recibir visitas de auxiliares haciéndose pasar por mis amigos, incluso por alguno de mis hermanos; ni de las enfermeras disfrazadas de amigas que, según ellas, habían vivido mil y una aventuras conmigo. Tampoco recibiría la vistita de aquella paloma, que se trasformaba en mi madre, cual ángel alado, para contarme vivencias de mi infancia y hacerme las tardes más llevaderas. Ni vendrían por la noche a leerme libros ni cuentos. Pero por fin, iba a recuperar mi vida.

 

      La operación salió como se esperaba, pero mis esperanzas de recuperarme me abandonaron cuando notaba que los dolores, aunque menos, no abandonaban mi cuerpo, hasta que el médico me comentó que no desaparecerían hasta que comenzara a levantarme. Tanto tiempo tumbado, me había hecho perder masa muscular y, aunque me cambiaban constantemente de posturas, mis músculos y mis huesos aún necesitaban tiempo para recuperarse. Así que la prescripción médica fue salir a pasear por los pasillos de la planta con la ayuda de un auxiliar, hasta que fuera cogiendo fuerzas y la dieta tenía que volver, poco a poco, a ser de lo más normal, para que todo mi cuerpo se fuera fortaleciendo.

 

      Los paseos eran cada vez más largos y todos, tanto los trabajadores del hospital, como los enfermos y acompañantes, me saludaban con alegría como si me conocieran de toda la vida. ¿Cómo iba yo a dejar aquel hospital y lanzarme a vivir una vida en solitario? ¿De dónde iba a sacar las fuerzas necesarias para despedirme de toda aquella maravillosa gente? Por fin la vida me dio otra lección, permitiéndome descubrir que el mundo estaba lleno de gente maravillosa. Gente que, sin ser de tu familia, daba la vida por ti o se esmeraba en que todo te fuera más llevadero.

 

      Por fin llegó el esperado día de mi salida del hospital. Casi al cien por cien recuperado y con una sensación extraña en la boca de mi estómago. Sentimientos encontrados o enfrentados, se podría decir, se agolpaban en mi cabeza haciendo que me llegara a dar miedo abandonar aquellas cuatro paredes. Miré por la ventana, al tiempo que me iba vistiendo y descubrí que aquel parque que divisaba había sido parte de mi imaginación. El parque existía, pero la copa de los árboles no llegaba hasta mi ventana —en tal caso, no habría podido ver la zona en la que jugaban los niños— y tampoco podría ver a la gente haciendo deporte o paseando. A todas luces, el parque que divisaba estaba bastante más lejos de lo que yo lo veía, pero la imaginación es la imaginación y más cuando estás a punto de morir.

 

      Otro detalle que descubrí fue el nido de la paloma, aquel que imaginé en el que ella se afanaba en construir. Al final, no había hecho nada de todo aquello y ni siquiera había parido sus pichoncitos, solamente se limitó a refugiarse en el alfeizar de mi ventana en un par de ocasiones, el resto lo construyó mi imaginación.

 

      Llamaron a la puerta, entraron y me dijeron que la firma del doctor ya estaba impresa en el documento que me daba la libertad —“la libertad”, más bien mi condena, pensé—, aquella apreciada alta que los pacientes ansiaban conseguir; todos excepto yo, que lo miré como si fuera el dictamen de un juez que me condenaba a cadena perpetua. Salí y me encontré con el pasillo lleno de gente sonriente que comenzó a aplaudir en cuanto me vieron aparecer por la puerta, ya pueden envidiarme los actores de Hollywood cuando vayan a recoger su Oscar; comenzaron a darme palmaditas en las espaldas y a vitorear mi nombre entre aplausos. Vi lágrimas en los ojos de otros enfermos, de sus familiares y, lo más sorprendente, de casi todas las enfermeras y auxiliares.

 

      Cuando llegué a la altura del médico, me apretó la mano, sonriendo y me instó a abandonar aquel hospital para que comenzara mi nueva vida; casi me lanzo a darle un fuerte abrazo, pero me contuve. Después de él, el auxiliar que en tantas ocasiones se disfrazó de amigo o hermano para hacerme los días más llevaderos, apareció ante mí, para estrecharme entre sus brazos como si, realmente, fuera alguien importante en mi vida y créanme que lo seguirá siendo el resto de mis días, porque jamás podré olvidar todo lo que hizo e hicieron por mí en aquel hospital. Pero lo más importante, jamás olvidaré sus palabras mientras me apretujaba entre sus brazos, “recuerda que has vuelto a nacer, olvida todo lo sucedido hasta este momento y disfruta de los tuyos como si nunca hubiera ocurrido nada”. Lo miré como quien mira la imagen de un dios adorado y le solté la mejor de mis sonrisas.

 

      Jamás dejé de visitarlos, e incluso, me presenté como voluntario para ayudar a mejorar la estancia de los pacientes en aquellos hospitales que, sin la compasión y alegría de sus trabajadores, serían los lugares más fríos del mundo.

 

      Cuando llegué a casa, seguí el consejo de aquel muchacho, que a pesar de ser un joven de entre veinte y veinticinco años, tenía la sabiduría de uno de ochenta. Descolgué el teléfono y me dispuse a llamar a mis hermanos, retomando la conversación como si fuera el día siguiente de aquel en el que me cortó las ganas de ser un hombre familiar. Todo fue sobre ruedas, ni siquiera hablamos de los reproches que nos hicimos cuando vinieron al entierro de mi padre. Tampoco les reproché que no removieran cielo y tierra para salvar mi vida; simplemente, hablamos como si el tiempo no hubiera pasado. Así fue como retomé mi vida familiar, disfrutando de sobrinos y hasta de sobrinos nietos que ni siquiera sabía de su existencia, y es que la estancia en aquel hospital, me devolvió la vida.

 

      En cuanto a mis amigos, solo llamé a los que consideré verdaderamente importantes en mi vida y sin mostrarme despechado, hablé como si nunca hubiera estado encerrado en un hospital a punto de morir. Alguno se disculpó y me dio sus respectivas explicaciones, a lo que yo disculpaba con un “no te preocupes, todos tenemos problemas en la vida”. Y es que al final, he descubierto que no solo en la amargura se juntan los buenos amigos, en las fiestas también puedes descubrir a quién tienes a tu lado, si es alguien que te escucha, obviando el entorno, o ese que sale despavorido al escucharte hablar de problemas familiares o los que ni siquiera se quedan contigo cuando superas tu límite de alcohol y comienzas a sentirte mal y a vomitar como un poseso. Ahí también se ve quién es un buen amigo y de esos yo tengo al menos tres. Además, ¿quién crees que me salvo la vida? Pues ese amigo que no se digno a ir al hospital, bueno sí que fue un par de veces al principio, pero luego se le vinieron un sinfín de problemas encima, hasta que descubrió que me podía salvar la vida y no lo pensó dos veces.

 

      Y hasta aquí mi relato. 

 

      El relato de vida después de “la muerte” o el relato de una vida vacía hasta que volví a renacer y conseguí cambiar mi mundo; porque no sólo las buenas acciones hacen que el mundo cambie, sino también todos aquellos pensamientos positivos que pasan por nuestra mente. Nos dedicamos a ver todo de forma negativa; percibimos los actos de los demás como una ofensa a nosotros mismos, sin detenernos a pensar en que, quizás, su intención no sea dañarnos, sino darnos a entender que ellos también tienen sus propios problemas y también tienen que lidiar con la gente que los rodea.

 

      No solo hagamos buenas acciones, sino, también, enviemos pensamientos positivos o pensemos bien de todas esas personas para que el mundo funcione mucho mejor. Esa fue una de las lecciones que aprendí con aquella mala experiencia. Recuerden los pensamientos positivos que me enviaban todos aquellos niños a los que ni siquiera conocía. Aquellos que, seguro, fueron los que de alguna forma me insuflaron las fuerzas suficientes para seguir adelante.







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