EL PRÍNCIPE DE ÉBANO


Después de "Leonardo de los sueños", aquel niño que tiene la capacidad de ayudar a los más desprotegidos mediante los sueños, continúa la saga con "El príncipe de ébano"; una historia conmovedora, pero, a la par, repleta de aventuras en las que cada niño o adulto se verá identificado. La amistad, la empatía y la solidaridad hacia todas aquellas personas que se ven obligadas a salir de su tierra natal en busca de una vida mejor, aún a riesgo de perder su propia vida, son los pilares de esta inolvidable novela dirigida a todos los públicos.

Cuando Keita y su familia se disponían a abandonar África para buscar un futuro mejor en Europa, no se imaginaban que se tenían que enfrentar a dos seres malvados, La Bruja del Mar y el Rey de los Océanos. 



Pero con la ayuda de su amigo Leonardo, Keita se enfrentará a estos dos personajes para conseguir llegar, junto con su familia, a un lugar donde poder vivir felices.



Únete a Leonardo de los sueños, su primo Claudio, La Dama Blanca, y a otros nuevos personajes, y en su segunda aventura ayuda al Príncipe de Ébano a luchar contra estos dos malvados seres, que tratarán por todos los medios, de hacerles el viaje imposible.



En esta nueva entrega de “Leonardo de los Sueños”, se vuelve a resaltar la amistad, la empatía y la esperanza, al mismo tiempo que se resaltan las dificultades de tantos niños en el mundo por alcanzar una vida mejor. 


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Lee un capítulo de la novela:


El largo viaje hacia ninguna parte









1







            El niño se dirigió hasta el árbol con paso sigiloso y, dando un pequeño salto se encaramó a la rama más cercana. Miró hacia arriba y divisó a los otros dos niños, con los que había jugado en varias ocasiones desde que se conocieran hacía ya algunos meses. 


      Unas veces los niños bajaban del árbol y se quedaban con él, paseaban hasta el río y corrían hasta el agua, donde se mojaban unos a otros; otras veces, jugaban a la pelota, que siempre portaba el más bajo de los niños, el que llevaba gafas. En otras ocasiones buscaban la presencia de animales en el lugar, aunque algunas veces sin mucho éxito.


      En otros encuentros se subía al árbol y los seguía hacia donde ellos lo quisieran llevar; como la primera vez que viajó con ellos, volando hasta la casa del niño de los sueños, como al principio lo llamaba, hasta que se aprendió su nombre. Entonces conoció su hogar, aquella habitación repleta de objetos que nunca antes había visto y con los que jamás, si quiera, había soñado. 


      Le fascinaba todo lo que veía en aquella estancia, que era casi más grande que toda su casa. La cama de Leonardo era muchísimo más cómoda que la suya, en la que ni siquiera podía saltar como lo hacía en la de su amigo. Había juguetes de todos los tipos, aunque a Keita le sorprendía bastante más aquellos en los que Leonardo y Claudio jugaban mirando hacia una especie de cuadro donde las imágenes se movían y al que ellos llamaban tele. Era fantástico verlos jugar, reírse con cada fallo o triunfo de ambos. Al principio Keita no sabía cómo hacerlo, pero poco a poco fue consiguiendo entender el mecanismo.


      Al mirar todo aquello, recordó la vez que vinieron unos misioneros y le dejaron un balón desgastado. Jugaba con él cada día hasta que terminó por desinflarse y lo tuvo que tirar a duras penas.


      Otra vez, fueron a una playa, la arena era amarilla y las dunas eran tan altas que no alcanzaba a ver más allá. El agua salada estaba fresca y el suave batir de las olas emitía un sonido que lo tranquilizaba. Sus amigos se tumbaron en la arena cálida y comenzaron a mover los brazos y las piernas riendo a carcajadas, formando arcos alrededor de su cuerpo. Él se tumbó de espaldas y los imitó, sintiendo el roce de la arena en sus brazos y sus piernas, que a su vez le hacían sentir un ligero cosquilleo. 


      La experiencia le pareció gratificante, tanto que al día siguiente se despertó con una sensación de agradable bienestar.

      Después llegaron los juegos con el balón. 


      Claudio era quien siempre quería jugar con la pelota, mientras que Leonardo, aunque le gustaba mucho jugar al fútbol, prefería hacer otras cosas; como ir a la playa o viajar a otros lugares. A menudo, aquellos juegos con los que jugaban en la consola, eran a donde solían viajar y mezclarse con los personajes. 


      Leonardo era el rey de los sueños y podía hacer lo que quisiera, ya que cuando nació, le concedieron el don de poder controlar los sueños, de cambiarlos o viajar a otros mundos e incluso ayudar a las personas a través de ellos. Sería en un futuro un Caballero de la luz que podría combatir a las fuerzas del mal; aunque según le habían contado a Keita, ya le salían muchos adversarios que querían apoderarse de su magnífico don.


    Aquel árbol, representaba desde entonces un lugar de encuentro, desde donde los niños partían juntos a otros lugares de ensueño, donde lo pasaban en grande los tres juntos, o se unían a otros amigos con los que jugaban a muchos juegos.    
   

      —¡Por fin llegas! —dijo Claudio, el que llevaba las gafas de pasta. 


      —He tardado en dormirme —admitió él al tiempo que se sentaba en la rama de la que se había colgado.


      —Es igual, de todas formas nunca tenemos prisa —comentó Leonardo, quitándole importancia al retraso de su nuevo amigo.


      Keita era un chico de nueve años recién cumplidos, su pelo negro y tupido repleto de caracolillos —tantos que era imposible contarlos—, sorprendía siempre a Claudio, que se lo tocaba cada vez que tenía la ocasión.   Era el más alto de los tres y su piel oscura destacaba de la de los otros niños. 


      —¿A dónde iremos hoy?— preguntó con una sonrisa increíblemente blanca.


      —¿A jugar al fútbol? — preguntó a su vez Claudio con los ojos desmesuradamente abiertos.


      —¡Otra vez no! —se apresuró a decir Leonardo con cara de aburrimiento, pero sabía que al final terminarían jugando a lo que su primo quería.


     Claudio los miró de uno a otro: Keita se encogió de hombros; mientras que Leonardo entornó los ojos disimulando una sonrisa. Su primo se empujó las gafas con el dedo índice hasta encajarlas en el puente de la nariz, como siempre hacía. Aquel gesto era más una manía que una necesidad.


      —¡Vale! Pues entonces, ¿vamos a ver jirafas? —preguntó Claudio sonriendo. 


      Leonardo soltó un bufido.


      —Está bien —concluyó Leonardo.


     Keita volvió a saltar al suelo, seguido de los otros dos niños y se encaminaron hacia un descampado. 


      A lo lejos, se divisaban árboles y arbustos repartidos por doquier, mientras entre ellos se podía apreciar el movimiento lento de las jirafas. Algunas, las mayores, comían de los árboles más altos, mientras que las pequeñas lo hacían de los arbustos.


      Claudio soltó un grito de alegría cuando de entre la maleza vio salir un bebe jirafa. Los tres niños se quedaron paralizados observando al animal, como si temieran asustarlo a pesar de que aún les quedaba unos metros para acercarse. 


      —¡Anda mira! ¡Una jirafita!—exclamó Claudio visiblemente asombrado. Su madre, al día siguiente, le explicaría que la palabra jirafita no existía.


      —¡Ah, si ya la veo! —A Leonardo también le sorprendió ver al animal.


      Entonces, Keita se adelantó y con paso lento, fue acortando la distancia, pero en vez de seguir, se detuvo para alentar a sus amigos a que lo siguieran.


      El estupor los había paralizado, pero pronto comenzaron a caminar siguiendo el paso lento de Keita.


      Por fin se acercaron al animal, Keita decidió llegar hasta ponerse a la altura de la jirafa, justo donde con solo estirar el brazo la podría acariciar. Mientras, el animal continuaba comiendo sin que la presencia de los niños lo perturbara lo más mínimo. Leonardo y Claudio por fin se acercaron sigilosamente, superando el repentino brote de miedo que les produjo el verse tan cerca de aquellos animales. 


      —¡Se deja acariciar!— explicó un Keita entusiasmado. 


      Claudio no lo pensó dos veces, se puso a la altura de su amigo y comenzó a acariciarla también. Al poco se les unió Leonardo.


      Todos se miraban emocionados, mientras el animal seguía sin inmutarse. 


      —Esta será mi jirafita— se apresuró a declarar Claudio.


      —¿Y como la piensas llamar? — le pregunto su primo Leonardo. 


      Claudio se quedó pensativo, retorciendo el gesto. Mientras los otros dos niños lo observaban detenidamente, a la espera de que les proporcionara un nombre para su animal. 


      —Pues... La llamaré... ¡Jirafita!


      —Eso no es un nombre —aseguró Keita. 


      —Sí que lo es. ¡La llamaré Jirafita!— dijo Claudio con cara de enfado. 


     —¿Y si es un chico?— Leonardo se lo quedó mirando a la espera de una respuesta más lógica.


      Claudio se encogió de hombros, miró a su primo a la cara y respondió con determinación: 


      —Pues se llamará Jirafita de todos modos. —Puso los brazos en jarras. 


      Los otros niños se rieron con lo que al final, rio el también. 


      La jirafa por fin los miró, bajó su largo cuello y lamió la cara de su nuevo dueño. 


      Claudio sintió la larga lengua del animal recorriendo toda su cara, el cosquilleo que notó lo hizo estremecerse y seguir riendo, ahora a carcajadas. El animal parecía estar a gusto junto a los niños. Seguía comiendo como si no estuvieran allí y de cuando en cuando los observaba sin parar de masticar. 


      Entonces, Claudio hizo ademán de querer subirse a su lomo y el animal se encogió un poco para que pudiera subir. Por fin Claudio pudo encaramarse al lomo, mientras sus amigos trataban de ayudarlo, hasta que se quedó sentado con las piernas abiertas a ambos lados de la cabeza de la jirafa. 


      —Quiero dar una vuelta… ¿Me llevas? —le preguntó a su nueva mascota mientras le acariciaba su largo cuello. 


      La jirafa trató de mirarlo desde la altura y Claudio presenció una especie de sonrisa en su rostro. Cuando el animal comenzó a caminar, el niño lo instó a que tratara de galopar, moviéndose hacia delante y hacia atrás como si estuviera a lomos de un caballo. 


      El animal comenzó a trotar y luego a correr, al tiempo que Claudio gritaba de entusiasmo, abriendo los brazos para sentir el aire a medida que avanzaban por la extensa planicie. 


      Cuando regresó a donde estaban sus amigos, se bajó de la jirafa riendo a carcajadas. 


      —¿Queréis probar? —preguntó entre risas. 


      —No gracias, ya tengo mi mascota —dijo Leonardo y tras él apareció una perrita pequeña, que ni siquiera le llegaba al niño a su rodilla; movía su colita y su cuerpito como si fuera una serpiente, debido a la alegría de encontrarse con su dueño.


      Su perrita Taifa, nombre que se le ocurrió a su padre, ya que le gustaban los programas de folclore canario, era una mezcla entre Jack Russel Terrier y Yorkshire. Su pelaje era del color de la arena del desierto, que iba subiendo de tono hasta el rojo fuego en la cabeza. En el vientre, todo su pelo era blanco como la leche y las patitas tenían unas manchas blancas también, como si llevara cuatro calcetines. En su cuello tenía un mechón níveo en forma de flecha que le daba un toque especial. 


      Los padres de Leonardo lo habían llevado a la perrera en busca de una mascota para él, ya que al cumplir los siete años, decidió que quería tener su primer perrito. Cuando entraron en el lugar, Leonardo pudo comprobar que había muchos perros, la mayoría abandonados por sus propias familias —niños como él que se antojaban de una mascota para que a los pocos meses se aburrieran de tenerlos y los abandonaran en cualquier sitio—. Pero Leonardo estaba decidido a tenerlo para siempre, así que recorrió todo el recinto en busca de alguno que realmente le gustara; aunque había de muchas razas, tamaños y colores, fue Taifa la que lo eligió a él. Aquella masa de pelo rubio y blanco, se le acercó con sus ojillos tristes y le lamió la mano haciéndole cosquillitas entre los dedos. Leonardo supo que era esa perrita la que sería su mascota.


      —Taifa es muy pequeña —comentó Claudio señalando a la perrita, la cual besaba a Leonardo por toda la cara. 


      —Tendrá la altura que yo quiera para llevarme encima. —Dicho esto, Taifa comenzó a crecer hasta casi el hombro de su dueño —¿Que te he dicho? 


      —¡Ala! —Claudio estaba asombrado. Había vivido con su primo muchas aventuras, pero aquello era excepcional. 


      Leonardo acarició el lomo de su perrita, ahora mucho más grande que de costumbre. Ella lo compensó con un lametazo que le cogió toda la cara. 


      —Ahora falta tu mascota —dijo mirando a Keita, mientras se limpiaba la cara—, solo tienes que pensar cuál quieres.

      Keita entornó los ojos hacia el cielo y luego dijo sonriendo:


      —Ya  lo tengo.


      Al punto apareció un hermoso guepardo frente a los niños, que los miraba mientras se acercaba sigilosamente. Ni a Taifa ni a Jirafita pareció molestarles la presencia de aquel fiero animal, mientras que el otro se movía hacia ellos con movimientos lentos, como si estuviera estudiando a su presa para, de repente, caerles encima. Pero nada más acercarse, los tres animales se enroscaron oliéndose y lamiéndose mutuamente sellando así su nueva y atípica amistad. Luego se acercó a Keita y comenzó a rozarse con él cariñosamente cual un pequeño felino. El niño correspondió acariciándole la cabeza, luego el cuello y después el lomo. 


      —¡Wanda! —exclamó con una gran sonrisa, mirando a sus amigos. —Es una hembra, la llamaré Wanda.


      El resto del tiempo se lo pasaron los tres echando carreras subidos a sus animales, paseando por todo el terreno, entre los árboles o cerca de un riachuelo donde se detenían a beber. Allí fue donde Taifa comenzó a gruñir mirando en dirección a unos arbustos. 


      —¿Qué te pasa Taifa? —preguntó Leonardo acercándose a su perrita y acariciándole el suave lomo. 


      Ella siguió gruñendo hasta que de entre la maleza salió una hiena; tenía los ojos rojos y una mirada fiera, y abría la boca para enseñar sus dientes afilados. 


      Los niños se asustaron tanto, que Claudio y Leonardo sacaron sus armas para defenderse si el animal decidía atacarlos. Pero Wanda, el guepardo de Keita, saltó y se puso frente a la hiena, enseñándole sus dientes para tratar de disuadirlo. 


      —¡Tranquilos! —pronunció la hiena al tiempo que se iba trasformando en una mujer. —Siento haberos asustado, chicos, pero como la cosa iba de animales… —La mujer se detuvo y soltó una sonora carcajada. 


      Era una mujer joven y bastante guapa. Su larga melena negra parecía un manto que le llegaba a la cintura, pero el brillo de sus ojos verdes, hacía desconfiar a Claudio.


      —¿Y tú quién eres? —preguntó este agarrando su bumerán con mucha fuerza. Hizo ademán de levantar el brazo. 


      —Relájate, chaval. —La mujer se acercó aún más a ellos. Su largo traje rozaba el suelo al caminar. Taifa se le acercó gruñendo con más intensidad, desconfiada. —¿Y esta perrita tan linda?— Otra vez aquella carcajada. 


      La mujer trató de acariciar a Taifa mas ella no se lo permitió, ya que trató de morderla. 


      —¡No le gustas! ¿Es que no lo notas? —anunció Leonardo. —¿Qué quieres de nosotros?... Solo somos tres niños jugando con sus mascotas. 


      —Ya veo, ya… —La mujer se interrumpió para volver a soltar aquella estridente carcajada. —Yo solo quería conocer a un Caballero de la luz —dijo, mas su mirada se dirigió a Keita, quién giró la cabeza para mirar hacia otro sitio. 


      —Mi primo, Leonardo, es un Caballero de la luz —dijo Claudio. 


      —Todavía no lo soy, aún soy un aprendiz —explicó Leonardo. 


      —¿Y tú?... —La mujer miró a Keita, quién la miró a su vez para luego bajar la cabeza y mirar al suelo; parecía saberlo todo de ellos con solo mirarlos a los ojos. Ella se acercó al niño, le acarició la cara y se la levantó para que la mirara.  —¿Tu no tienes un arma, como tus amigos? ¿Eres acaso un simple lacayo de este caballero?... ¿No prefieres ser algo más interesante?, como… ¿un príncipe? —Volvió a reírse con mucha fuerza echando la cabeza hacia atrás como para enfatizar su carcajada. 


      —¡Él es nuestro amigo!... —prorrumpió Claudio levantando su bumerán como si estuviera a punto de lanzarlo. En verdad, aquella mujer no le gustaba a ninguno de los presentes. —¡Déjalo tranquilo! 


      —Relájate mi niño. Yo solamente trato de conocerlos y hacer nuevos amigos. 


      —Pues tu no nos gustas. No queremos ser tus amigos —anunció Leonardo. 


      —Será mejor que te vayas  —dijo Claudio. 


      —Bien, veo que no soy bienvenida —la mujer habló con voz apenada, se detuvo y se enjugó una lágrima de su ojo derecho con mucha teatralidad. —¡Qué desdichada me hacéis! —Al tiempo se giró y comenzó a caminar con paso ligero hacia donde había venido. 


      Los niños se quedaron observándola, desconfiados. Mientras Taifa y Wanda gruñían a la desconocida, a Jirafita parecía no molestarle la presencia de aquella mujer, ya que seguía comiendo sin parar. 


      —Piensa bien en lo que te he dicho, mi querido Keita —dijo la mujer girándose para mirar al niño. —¿Qué quieres ser un lacayo o un príncipe? —Soltó otra sonora carcajada y, tras convertirse otra vez en una hiena, se marchó por donde había venido.


      Los niños permanecieron un rato observando el lugar por donde se había marchado aquel horrible animal, atentos y en guardia por si decidía volver a incordiarlos. Al ver que ya había desaparecido, decidieron que ya debían volver a sus camas. 


      Tendrían que levantarse para ir al cole, ya volverían otra vez para jugar con sus mascotas.

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2 comentarios:

  1. Los sueños de los niños nos acercan a una realidad que a los mayores nos cuesta asimilar.
    Me ha gustado mucho la interacción entre personajes humanos y animales "ficticios".
    De fácil lectura y entretenido también para mayores.

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    1. Es verdad, Marta, de mayores perdemos esa realidad y es lo que he tratado de describir en esta historia. Me alegra que te gustara. Muchas gracias por tu comentario

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