—¡Muerte al escritor! ¡Muerte al escritor! —coreaban las voces de la gente allí reunida.
La plaza estaba abarrotada; yo no quise mirar a nadie, pero notaba sus ojos clavados en mí. Miradas de odio, cargadas de desprecio y, por qué no decirlo, algo de temor en lo más profundo. No lo sabía, lo intuía. En mi fuero interno notaba aquella sensación, y escucharlos gritar, vocear aquellas palabras cargadas de odio, me lo confirmaba.
Al pasar entre la muchedumbre, escoltado por cuatro policías, me escupían, intentaban agredirme, me insultaban, y esos insultos salían de sus bocas con esputos. Me tiraban frutas o verduras podridas al grito de “¡a la hoguera!”, “que lo quemen” y demás insultos que yo luchaba por no escuchar. Mantenía los ojos cerrados mientras trataba de recordar mis poemas, o alguna que otra historia narrada en algunas de mis novelas. Aquellas historias con las que la gente, los lectores, solían disfrutar hasta que aquella pandemia asoló al mundo entero.
El paseo hasta el atril donde iba a ser quemado vivo se me hizo interminable, por lo que me dio tiempo a repasar todo lo que había sucedido y qué fue lo que me había llevado allí, nos había llevado allí a todos, a aquella situación. Y realmente lo sabía, era culpa de ellos y culpa mía, en definitiva, culpa de todos; de los gobiernos mundiales, de los ideales políticos de cada uno de nosotros que chocaron como trenes a toda máquina cuando nos enfrentamos al desastre, a la pandemia, a un virus y a todo lo que sea que deje al descubierto las diferencias que, en condiciones normales, no tendríamos.
El virus comenzó a asolar el mundo en 2019, aunque no había saltado del país asiático hasta principios del 2020. Aquel maldito año ya se sabía de él; el virus del murciélago, lo llamaban. Con el tiempo se supo que no procedía de ningún animal sino de un laboratorio de una región de China. Algunos lo denominaron “La Peste China”, y a día de hoy se la reconoce como tal, obviando el nombre con el que se la conocía en el año 2020.
Al principio, todos pensábamos que eso era una cosa de los chinos. “Ellos lo resolverán, que se apañen”, nos decíamos. Pero algo en nuestro interior nos estaba avisando, nos alertaba y nos hacía sentir pavor. Rezábamos para que se quedara allí, pero no fue así. En pocos meses ya se extendía por Europa haciendo que comenzáramos por confinarnos en casa en un intento de parar lo que en principio no denominaban pandemia.
Cada gobierno hacía lo que podía, unos mejor que otros, o unos más previsores que otros. Hubo quienes se confiaron más y no fueron tan certeros a la hora de tomar precauciones. Así que esos países fueron los que al inicio tuvieron muchas más bajas que los que se adelantaron a las compras masivas de tests, de máscaras y de respiradores, además de al confinamiento de toda la población.
Los días pasaban y la gente moría, pero los que estábamos sanos y encerrados, logramos sobrevivir y conciliar una estupenda vida familiar. Cada día tratábamos de hacer diferentes cosas, alentados por los medios de comunicación, que daban consejos de como hacer más llevadero el confinamiento. Hacíamos deporte en el salón, jugábamos a todo tipo de juegos de mesa, veíamos películas y series, salíamos a los balcones a aplaudirle a nuestros sanitarios y a las fuerzas y cuerpos de seguridad y sobre todo, leíamos a mansalva. Los libros se consumían por cientos. Las ventas subieron lo que nunca en mis años de vida y mucho menos en mis años de escritor había visto. Entonces éramos un gremio muy querido y muy solicitado. Nuestros familiares y allegados ardían de orgullo con un escritor entre sus conocidos. En las redes sociales nos pedían amistad cada dos por tres, y no tenías que ser un escritor famoso, bastaba con demostrar que tenías escrito uno o varios libros. ¡Qué días aquellos! Tristes, por lo que estaba pasando, pero felices porque la sociedad estaba cambiando… Y bien que cambió.
Aquel año, y el siguiente, lo normal era escribir sobre la pandemia: novelas apocalípticas, novelas distópicas o novelas de una sociedad utópica que resurgía tras la pandemia. Algo que algunos aseguraron que iba a suceder, el nuevo orden mundial, lo llamaron y no iban mal encaminados, ni esos ni alguno de los escritores que dedicaron sus esfuerzos a relatar los posibles desastres que nos caerían encima. Entonces y sólo entonces, para la gente todo aquello era un mero entretenimiento, algo que sólo sucedía en los libros. ¡Qué engañados estábamos!
El confinamiento y las “pocas” muertes que se sucedieron dieron lugar a una nueva salida, algo escalonada al principio y muy desconfiada por parte de muchos. El temor se respiraba a cada paso que dabas. Los saludos y el trato con los demás era lo más comedido posible, pero eso no duró demasiado. El verano y la alegría de seguir vivos dieron paso a una mayor confianza y, por tanto, a un trato más cercano entre los paisanos.
Cuando llegó el otoño y comenzaron las lluvias, el fresco trajo los resfriados, pero no sólo los comunes, sino aquel virus que hacía unos meses nos había tenido metidos en casa. La segunda ola, habían dicho que vendría y, aunque estábamos más preparados, nos cogió algo desprevenidos, nos sentíamos inmunes y habíamos dejado de tenerle miedo. ¡Nos habíamos confiado demasiado!
Si la primera ola hizo estragos a nivel mundial, la segunda fue mucho más mortífera, más virulenta si cabe, y todavía no había terminado el maldito año. ¿Es que no pensaba acabar? ¿Acaso no nos iba a dar un respiro? Pues no, no nos lo dio en absoluto.
Volvimos al confinamiento, pero esta vez la gente no estaba dispuesta a que se cometieran los errores de la vez anterior, ni a que se coartara la libertad de expresión con leyes mordazas o restricciones que nos dejaban sin nuestros derechos. La gente perdió el miedo y comenzó a salir a la calle a manifestarse. Los más radicales se atrevían a romper mobiliario urbano, a ir contra la policía, a increpar a los políticos, tanto de uno como de otro partido. Había revueltas, saqueos y hasta asesinatos a nivel mundial. Una pandemia se juntó con la otra. Mientras unos eran protagonistas de aquellas atrocidades, otros lo veíamos en la tele, como quien ve una película de catástrofes. Lo que antes se ocultaba para no trastornar a la ciudadanía durante el confinamiento, ahora se mostraba alegremente, como si no fuera con nosotros, como si no lo pudieras ver con tan solo asomarte a la ventana o al balcón.
Muchos gobiernos cayeron, el nuestro también y pensamos que eso era positivo porque los nuevos iban a ser mejores, a llevarlo todo a buen puerto. Ellos prometieron arreglar los desperfectos del gobierno anterior. Pero cometieron los mismos errores y cayeron en las mismas prácticas nocivas que los otros. Al final, todos fueron radicales en su esencia. Sin embargo, la gente ya no estaba dispuesta a soportar más dictaduras así que cada uno sobrevivía como podía. Además, la pandemia estaba arrasando con todos, daba igual si eras rico o pobre, de derechas o de izquierdas, del sur o del norte, lector o escritor. ¡Daba exactamente igual, todos caían bajo el yugo de la Peste China!
Pero el declive de los escritores llegó en el 2021.
Corría el mes de febrero de 2021 cuando los radicales comenzaron a destrozar las librerías. Lo rompían todo y sacaban los libros a la calle, los amontonaban en montañas enormes y les prendían fuego. Las virutas volaban hacia el cielo impregnándolo todo de papel quemado, de virutas que contenían letras quemadas, frases a medias de historias que se iban entremezclando a medida que subían hacia el cielo. Yo lloraba de impotencia al tiempo que mi hija me decía:
—Mira papá, los libros también se van al cielo, seguro que los abuelos van a poder leer tus libros.
—Pues tendrán que recomponerlos antes—le comenté yo en un susurro. Las lágrimas asolaban mi rostro.
Ella me acarició la espalda para tratar de tranquilizarme, pero ella también está apenada.
—Seguro que podrán recomponerlos. Además, así mezclarán las historias de todos los escritores y tendrán unas novelas magníficas —la animé.
Me miró sonriendo, pero con lágrimas aún en sus ojos, y me abrazó con fuerza. Ella también amaba a los libros.
Lo que vino después fue el asesinato en vivo y en directo de uno de los escritores contemporáneos más famosos. El autor de más de un centenar de libros, que había dedicado varios tomos a historias de pandemia y marcos apocalípticos, fue detenido en su casa por unos radicales religiosos norteamericanos, quienes lo acusaban de alentar a los gobiernos y atraer malos augurios a la tierra con sus escritos, condenándonos a la ira de Dios. Lo sacaron en ropa interior de su casa y lo quemaron en una cruz al estilo de la Inquisición. A su mujer la apalearon por tratar de impedirlo y la dejaron quemarse medio muerta junto con su casa. Aquello alentó a las masas de temerosos de Yahvé, de Dios y de Alá y comenzaron una búsqueda de escritores, a la par que se iban quemando todos los libros salvo los religiosos. Con el tiempo pasaron la criba aquellos libros infantiles y las novelas románticas o de comedia, siempre y cuando no se saltaran las normas ideológicas del momento ni incitaran al odio, ¡mira por dónde!
Lo mismo pasó con las películas y las series. Fueron borradas de la faz de la tierra todas aquellas que entraran en la misma categoría de los libros prohibidos. Incluso la música comenzó a ser censurada por todos aquellos que se proclamaron adalides de la nueva moral.
Ya para finales de 2021 habían muerto muchos escritores y habían desaparecido todas las librerías de casi todos los países del mundo. Los libros que se salvaron, porque no siempre se respetaban las directrices, eran llevados a las bibliotecas de la Nueva Moral, como se hacían llamar; el resto era aniquilado, al igual que a sus autores.
Ya nadie nos quería, ya no estaban orgullosos de nosotros. Hubo gente que delataron o quemaron vivos a sus propios familiares por ser o haber sido escritores. Ya no importaba que hubieran escrito hacía tiempo, o que tuvieran un solo libro o unos pocos poemas. Ya éramos unos parias, bichos raros a los que había que aniquilar. Éramos los causantes de todo el mal que asolaba al planeta.
Al final, tanto prohibir y huir de los bulos y los bulos nos mataron.
Nos escondíamos donde podíamos. Aún teníamos gente que nos quería: nuestros hijos, nuestras parejas, nuestros hermanos, nuestros padres y algún que otro amigo llegó a creer en nosotros, y en algunos casos nos dejaron escapar sin delatarnos, pero a muchos no nos querían a su lado. Podríamos ponerlos en peligro de muerte a ellos también. Así que algunos optamos por huir solos a donde nadie nos encontrara ni a donde nadie supiera de nosotros. Cosa que se volvía harto complicada ya que tenían nuestros datos, nuestras fotos estaban en todas las redes sociales y ellos, los Dueños de la Nueva Moral, tenían un registro de escritores.
En el siglo 21 se había impuesto una nueva forma de inquisición. Ya no se perseguía a las brujas ni a los herejes, ahora se perseguía a los escritores como disidentes de un país donde reina una dictadura.
Cuando comenzó a cambiar el mundo, aquel nuevo orden mundial hizo que la gente se fuera desplazando. Los habitantes de las grandes ciudades salían despavoridos a los pueblos a medida que iba escaseando la comida. Evitaban los confinamientos, las revueltas y las filas de racionamiento, y no porque el gobierno se negara a dar de comer sino porque la comida comenzó a escasear y se tenía que racionar. Fue la época en la que hasta los políticos se veían abocados a padecer las mismas penurias que el populacho. Jamás hubo un país comunista en el que, realmente, todos fueran iguales.
Con los años, todo aquello se fue normalizando. Y los países que no entraron en guerra en los primeros años de pandemia se iban apañando con lo que tenían. Incluso algunos comenzaban a negociar con los países vecinos, propiciando que la economía fuera resurgiendo y estabilizando al país. Europa no quiso enfrentarse a China ni a Rusia, pero Estados Unidos sí, lo que en 2023 provocó más muertes que se sumaron a las devastadoras cifras del virus. Aquellos países sufrieron mucho más que los países europeos, que los africanos y que los de América del Sur, que prefirieron mantenerse al margen. No en vano ya tenían suficientes penurias que llorar para encima ser destruidos por bombas nucleares.
Todo iba volviendo a la normalidad. A casi diez años desde que comenzara lo que se pensaba el fin de la humanidad ya nos habían olvidado. Casi nadie pensaba o se acordaba del mal que trajeron los escritores, pero aún se nos podía reconocer y todavía se nos podía mandar a la hoguera. A no ser que el nuevo Partido por la Libertad consiguiera cambiar las leyes, aquellas que una vez nos condenaron, y nos liberen de una vez por todas de esta maldición, de la que no me siento responsable y de la que estoy seguro, no somos responsables en absoluto. El virus fue cosa de un laboratorio y los males que sembró fue el resultado de las malas gestiones de cada uno de los gobiernos de los diversos países del mundo.
Ya llego a la tarima.
Abro los ojos y están ahí en primera fila. Van a presidir mi ejecución los que un día fueron mis hijos. Mi hijo me desprecia, pero mi hija tiene una mirada de temor que la va a delatar. El mero hecho de que ella sienta remordimientos puede dar pie a que la quemen conmigo, y sería lo último que querría en esta vida. Mi mujer, la pobre, murió de cáncer hace un par de años. Con ella sí que mantuve el contacto; nunca dejé de amarla, nunca dejó de amarme y eso, ningún virus lo puede matar. Ese cariño, ningún régimen, por muy autoritario que sea, lo puede aniquilar.
Mantengo la mirada fija en la gran cruz de madera que me espera con los brazos abiertos. Parece una burla, un bulo, como se llamaban antes. Algo que está ahí y no tendría que estar. Algo que parece preparado para darme una sorpresa y que todo lo que estoy viendo solo sea una broma de cámara oculta.
Mi hijo se adelanta y me escupe a la cara. No se lo reprocho, no esperaba menos de él. Jamás de los jamases hubiera permitido que un hijo mío muriera por mi culpa, y esta no iba a ser la excepción. Lo ignoro y me centro en la cruz, no sin antes darle un último vistazo a mi amada hija, tan linda que está, hecha ya una mujer. Y recuerdo, con lágrimas en los ojos, que en el cielo me esperan todas las historias mezcladas de todos aquellos libros que fueron quemados cuando ella y yo mirábamos por el balcón.
Me voy feliz a la otra vida. No podré escribir, pero tendré mucho para leer. No en vano, los libros también van al cielo.
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